Enseñar aprendiendo

¿Qué nos ocurre cuando nos relacionamos habitualmente con niños?

¿Qué le ocurre a un adulto cuando se relaciona a diario con niños? ¿Cuáles son las consecuencias de que gran parte de tu tiempo esté dedicado a criar, cuidar o educar a niños? Esto es lo que me preguntaba yo hace unos días cuando hablaba sobre mi profesión con amigos. La conclusión a la que llegué fue clara: tratar con niños te convierte en una persona mejor

Así de sencillo y de complicado a la vez, igual que es el ser humano.  Las personas somos complejas y maravillosas o, al menos, toda tenemos el potencial para serlo porque todas llegamos a este mundo siendo buenos. Sin ganas de entrar en el antiguo debate filosófico sobre si el hombre es bueno o malo por naturaleza, eso es lo que me ha demostrado mi trabajo con niños. No hay niños malos. A los adultos nos encanta calificar así a cualquier pequeño que no siga nuestras órdenes sin rechistar, pero no es cierto.

Los niños, en mi experiencia centrada en la educación infantil, son pura vida, son energía y emoción, asombro y también descontrol, y todo eso a veces nos encanta y, otras, nos desespera. Es lógico que así suceda, los adultos y los niños estamos en etapas diferentes de la vida y eso conlleva grandes diferencias. Los niños, más aún los bebés, también son egocéntricos. Pero no es un egocentrismo como lo entendemos los adultos, sino una forma de actuar inintencionada que proviene del más básico instinto de supervivencia. Los niños son muchas cosas, pero ninguna de ellas incluye la maldad. La maldad requiere de una intención de dañar que los niños no poseen. 

A mayor abundamiento, la sociedad está pensada para priorizar las responsabilidades adultas. Los adultos tenemos muchas cosas que no aceptan variaciones ni entienden de pequeñas vidas llenas de curiosidad y sin ninguna comprensión del sentido de la celeridad impositiva: horarios, trabajo, tareas domésticas y muchas otras obligaciones que van con eso, tan aburrido a veces, de “hacerse mayor”. 

Conforme los años pasan la curiosidad, el asombro y la emoción suelen ir decayendo. Nos volvemos más sabios –en ocasiones-, nos instruimos y maduramos. Creemos tener, desde nuestra cima de conocimientos y experiencias adquiridas, una superioridad que nos permite calificar y juzgar a esos pequeños seres humanos, tan inexpertos en el a veces demasiado complicado juego social. 

Y ahí es cuando, un día, te das cuenta de que cuando estás con niños, todo, incluido tú mismo es mejor. Porque de ese juego social del que hablábamos antes, desarrollado la mayor parte del tiempo entre adultos, pasan a formar parte muchas cosas que son completamente ajenas a la primera infancia: las mentiras o las intenciones ocultas, la vergüenza, los tabúes, las apariencias o el deseo de conservar o adquirir un estatus, entre otras. Los niños no poseen, ni necesitan poner en juego, nada de eso.

Tras un período pasando gran parte de tu tiempo con niños te das cuenta de que, cuando estás con ellos, todo eso ha desaparecido de tu comportamiento. Todas esas cosas que no te gustan, pero que a la vez tenías tan interiorizadas y normalizadas, han desaparecido. Ya no hay tabúes, pues ir al baño todos juntos y acabar día sí día también llena de caca elimina esa faceta. No hay mentiras, porque para lo bueno y para lo malo los niños son pura verdad. No hay vergüenza, porque mientras no nos han enseñado lo contrario, todo es natural. No hay falsas apariencias que mostrar, porque a esas edades todos somos iguales, cada uno con sus características. 

Cuando tu interlocutor en las conversaciones del día a día, tu contraparte en las acciones que realizas, no entiende de condiciones ni dobleces, cuando aparentar deja de tener sentido, cuando se te muestra amor incondicional, cuando todo es tal cual lo ves, todo cambia. Empiezas a ser tú y notas como recuperas las mejores facetas de ti misma.