Enseñar aprendiendo

¿Cómo lo haces para tenerlos a todos quietos?

Que la educación infantil está implantada en el imaginario popular como una suerte de yincana en la que las educadoras tratan de dominar a los niños era algo que ya sabía. Aún así, siempre me sorprenden los comentarios que hacen referencia al carácter controlador de mi profesión, en el sentido más peyorativo del término.

El último comentario al respecto lo recibí hace tan solo unos días cuando, en una actividad deportiva, el monitor dijo algo así como: “seguro que esto es más fácil que tener a todos los críos quietos”. Una frase entre muchas otras que llevo escuchando tantos años como tiempo llevo dedicándome a la infancia y la educación infantil.

Se dice como un cumplido. Un cumplido para mí, que soy la pobre mártir que, cuando está en un colegio, pasa el día tratando de controlar a esos niños. Eso es, quizá, lo más sorprendente de todo. O no. Porque ese tipo de comentarios está tan normalizado que ya no nos asombra su trasfondo, ofensivo cuanto menos y peligroso a poco que pensemos en ello. 

Me complace decir que la educación infantil no trata sobre eso. Mi trabajo no consta de una lucha constante con pequeños seres humanos incontrolables para tratar de que estén quietos y callados. Tampoco tengo como utensilio un látigo de domador de leones y ni siquiera voy vestida con vestimenta circense.

Nada de todo eso forma parte de mis quehaceres diarios porque, y eso puede decepcionar a algunos que tienen la infancia por una etapa poco menos que salvaje, ni siquiera lo intento. 

Es cierto que la infancia tiene algo de salvaje, pero solo si lo entendemos como puro, como lleno de esa autenticidad arrolladora que solo nos acompaña, a la mayoría, durante los primeros años de nuestra vida. Desde esa verdad mi trabajo consiste mucho más en acompañar que en controlar. 

Lo que hago es cuidar de personas que, al inicio de sus vidas, necesitan de un adulto que les alimente, limpie y vista, entre otras cosas. Acompaño en la exploración de un mundo en el que todo es nuevo y diferente. Consuelo cuando la realidad es demasiado intensa para su inexperiencia. Intervengo, sí, claro que lo hago, porque hay rutinas que cumplir y límites que respetar, pero siempre con la mayor consideración a sus necesidades reales las cuales, por si hubiese dudas, no incluyen estar sentados e inmóviles durante largo rato.

Nuestro problema o, mejor dicho, uno de nuestros problemas cuando tratamos con niños y niñas es creer que nuestro comportamiento, nuestra forma de vivir, es la adecuada. La vida adulta nos parece la meta a la que aspirar. Con ese punto de partida y anclados en él pretendemos que adecúen su día a día al nuestro. Parecemos olvidarnos de que ellos son personas igual que lo somos nosotros.

Esta forma de pensar y de hablar, la que lleva implícito que es difícil convivir con niños, tratar con ellos, comunicarse o simplemente compartir nuestro tiempo no es baladí. Importa, y mucho. Cala en nuestro cerebro y lo educa bajo el lema de la domesticación de la infancia. Y la infancia no necesita, en ningún caso, eso. Necesita respeto y que comprendamos de una vez por todas que hay mucho que admirar en los niños y niñas que cada uno de nosotros tengamos en nuestras vidas.