¡Qué bonito! Me lo llevo. Esa manía adulta de quitarles las cosas a los niños.
Los adultos tenemos un sentido del humor ultra desarrollado, nos encanta hacer bromas y reírnos. Resumiendo: que somos la leche. O eso es lo que nos creemos. De ahí que parezcamos haber desarrollado una especial predilección por reírnos de quitarles cosas a los niños.
Pensemos en una situación social de lo más habitual. Nos cruzamos con la vecina en el ascensor. Ella baja a la calle a dar un paseo con su hija, una niña de tres años que va sentada en el carro aferrada a un oso de peluche. La pequeña nos mira y abraza con más fuerza su osito. Nosotros nos esforzamos por ser simpáticos: que si a dónde vas tan guapa, que si ya estás hecha una señorita, seguro que ya tienes novio en el cole, que si qué peinado más bonito te ha hecho tu mamá… Todos cumplidos sin resonancias sexistas, vamos. Pero la pequeña no responde a nuestras interpelaciones. No entendemos por qué, si la hemos visto por lo menos tres veces ya, contando esa.
No pasa nada, que no cunda el pánico, aún no hemos hecho uso de nuestro arsenal de la risa. De hecho ese osito de peluche parece el blanco perfecto para nuestro certero disparo. Y ahí que vamos: “uy, qué osito tan bonito ¡Me lo llevo!” Y acto seguido se lo arrebatamos de las manos. Qué divertido, si es que somos la mar de graciosos. Pero la niña, por su parte, no parece compartir nuestro desternillante sentido del humor y su reacción no se hace esperar. Grita con la potencia de una soprano y llora mientras pide a gritos que le devolvamos su oso.
No entendemos nada. La broma tenía gracia, ¿o no? ¿Qué es lo que ha pasado? Pues algo muy sencillo: que los niños no captan esa farsa. Es decir, que les estamos gastando una broma de muy mal gusto que, de ser realizada al contrario, no encontraríamos nada graciosa.
Supongamos que un día una persona viene, te saluda y, acto después, te dice que le gusta mucho tu coche nuevo y que se lo lleva. Pero te lo dice en serio, al menos por lo que tú puedes entender. ¿Te gustaría? Yo diría que no. Y pongo de ejemplo el coche, pero valdría cualquier otra cosa que tenga valor para nosotros, como lo tiene para el niño en ese momento su peluche.
Pensemos ahora, ya en la cúspide de la jerarquía de las bromas sin gracia, que ese mismo adulto otro día, al encontrarse contigo, ve que vas acompañado de tu marido y tu hijo. Le parecen de lo más simpáticos y agradables, tanto que ha decidido que se los queda, se los va a llevar a su casa para jugar con ellos. ¿Tampoco tiene gracia? Desde luego que si pensamos que lo está diciendo en serio, no. Pues ahora piensa en la cantidad de veces que has visto cómo se le decía a un niño que se llevaban a su hermanito pequeño. Igual puedes sentirte un poco más identificado con su reacción.
En todas estas bromas no hay mala intención, pero tampoco ninguna gracia. Los niños que se encuentran en la primera infancia no entienden la convención de farsa social asociada a la situación. Para que puedan hacerlo deben haber desarrollado la capacidad de comunicarse verbalmente, asociando esta a la intención de la otra persona así como al contexto en el que se produce. Todo esto, por supuesto, requiere de tiempo, madurez y desarrollo.
Probablemente gran parte de estas situaciones se den porque no tenemos tanta facilidad comunicativa como creemos y, cuando de niños se trata, nos faltan muchas herramientas para poder comunicarnos con ellos. Nos agobiamos y recurrimos a lo que creemos que sabemos hacer para llegar hasta ellos. Recordemos que nosotros somos los adultos y hagamos un esfuerzo por hacernos entender siendo conscientes de las diferencias pero tratándolos como iguales: con cariño y respeto.