Enseñar aprendiendo

El recién nacido, la mamá y las visitas.

Un familiar o una amiga ha tenido un bebé. Tras un embarazo en el que nos habremos interesado, más o menos, por la madre, por fin ha llegado el momento que todos esperaban. El bebé ya está aquí.

Con el nacimiento vienen las visitas. Así, juntas, como si fueran en un mismo pack. El hospital se llena de personas ansiosas por ver, tocar y besar al pequeño que acaba de llegar al mundo. Él, sorprendido ante tanta cara, sonidos y olores desconocidos, se mantiene impasible (en muchos casos), hace algún ruido que todos califican de adorable (en algunos), o llora desesperado buscando el consuelo de los brazos de su madre (en otros). 

Al plantearme cuál de todas estas posibilidades es la más lógica, la más natural, no tengo dudas en responder que la última. El bebé ha nacido sin conocer nada más que el olor y el sabor de su madre, quien lo ha albergado dentro de su cuerpo durante más de nueve meses. Todo lo demás, ni lo conoce, ni le importa. Porque lo único que necesita ya lo tiene, y es a ella. 

El padre es la única otra parte necesaria, en el caso de que lo haya, para ese pequeño que se desconoce hasta a sí mismo. Papá está empezando a conocerlo, porque él no ha tenido la suerte que poder hacerlo hasta ese momento, y cada segundo que pasa con él, que lo acuna o lo besa, es maravilloso y único.

Pero nada de todo esto importa a las visitas que no solo no se van, sino que llegan en una ola incesante que ocupa la habitación sin tregua. Se turnan para acercar su cara al bebé, o incluso para cogerlo. La madre ya les suele interesar más bien poco. Ella, que está pasando por dolores físicos y una vorágine de emociones, aguanta el tirón como puede. Sonríe y trata de ser amable con todas esas personas que los rodean.

La escena, con pequeñas variaciones, suele ser muy similar en la mayoría de nacimientos. Es posible que haya familias a las que esto les guste. Familias que quieran sentirse rodeados de sus seres queridos, sean estos cuantos sean, y no echan en falta la intimidad. Sin embargo, lo habitual suele ser que la familia precise de tiempo para conocerse y amarse en privado. Para cuidar tanto al bebé como a mamá. Para acostumbrarse a ser uno más.

Por todo ello, cuando pensemos en ir a ver a un primero nacido, lo primero que deberíamos hacer es pensárnoslo dos veces, máxime si tu intención es acudir al hospital. En cualquier caso, preguntar antes de acudir por sorpresa siempre es la mejor opción, aceptando y comprendiendo una respuesta sincera que suponga una negativa. Esos momentos iniciales de la llegada a la vida de un recién nacido son preciosos e íntimos, es natural que queden entre los padres y el bebé.

Si finalmente decidimos acudir, tratemos de ayudar en lo que nos sea posible. No tanto con el bebé, al que ya estarán cuidando sobradamente, sino con las tareas del hogar, con las comidas, o, simplemente, charlando y escuchando. Es posible que la recién mamá se sorprenda de que alguien se interese por ella. Habla y, sobre todo, ofrécete a escuchar sin juzgar. 

El bebé es quien acapara toda nuestra atención pero es ella, la madre, la que está soportando el posparto y la adaptación a tener que cuidar de un ser que en esos momentos es totalmente dependiente. Un ser que ha estado dentro de ella durante meses, formando parte de su ser, y que ahora se manifiesta como vida independiente, necesitada y demandante.