Enseñar aprendiendo

Educación emocional (III). Las emociones negativas.

El tercer y último artículo de la trilogía sobre educación emocional ya está aquí y en esta ocasión vamos a centrarnos en las emociones negativas. Ya dijimos al hablar sobre las emociones positivas que la denominación, tanto de unas como de otras, tiene trampa. ¿Por qué? Pues porque las emociones no son buenas ni malas de por sí. Las emociones son neutras. No existen unas emociones más válidas que otras y todas ellas son necesarias. Son necesarias en cuanto a naturales, adaptativas y apropiadas en determinados momentos y situaciones vitales.

En ese caso, ¿a qué llamamos emociones negativas? Pues llamamos así a aquellas emociones que nos hacen sentir mal. Porque si es cierto que son emociones totalmente válidas, también lo es que no son agradables. Como emociones que son, se presentan de forma inmediata y potente, haciendo que se desencadenen en nosotros un montón de sensaciones. Para los adultos esas sensaciones son viejas conocidas, pero para los niños son en muchas ocasiones completamente nuevas.

La rabia, la tristeza, la frustración, el miedo o la envidia son algunas de estas emociones nada agradables. Se presentarán muchas veces en nuestras vidas y deberemos convivir con ellas. No dejar que nos invadan sin remedio, recibirlas y gestionarlas de la mejor forma posible es, por tanto, el objetivo.

Decía que para los adultos estas emociones son conocidas porque debido a nuestra edad ya las hemos sentido en anteriores ocasiones. Desgraciadamente esto no quiere decir que sepamos enfrentarnos a ellas. Pocas, o ninguna, son las personas que pueden presumir de no haber perdido nunca los papeles en un enfado, no haberse visto completamente paralizados por el miedo o no tener envidia de los logros ajenos. Y es que a la mayoría de nosotros nos han enseñado más a negar la existencia de las emociones que a gestionarlas.

Desde muy pequeños empezamos a oír eso de “qué fea estás cuando lloras”,“eres un miedica”,“pues te aguantas”,“no irás a llorar por eso” y muchas otras frases que pretenden evitar que sintamos estas emociones. Lo que hay detrás suele ser una buena intención. Quieren evitarnos el sufrimiento de vivir con emociones como las que hemos mencionado. Sin embargo, esta forma de tratar las emociones se equivoca en muchos aspectos. 

El primer y más evidente error es creer que por prohibir o negar una emoción no vaya a existir. La emoción se va a presentar, y solo si aprendemos a identificarla y gestionarla podremos tener una salud emocional real. En la etapa infantil esto consiste en validar la emoción que el niño siente, mostrando comprensión, poniéndole nombre, compartiendo nuestros propios sentimientos, y hablando de ello. 

Tampoco acierta el proceso en calificar estas emociones como dañinas y negativas. La tristeza, por ejemplo, es un sentimiento humano y natural. Es fruto de los vínculos entre personas, del desarrollo de la empatía, de las esperanzas puestas en proyectos y de muchas otras características humanas tremendamente hermosas. El miedo, otro ejemplo, es útil en muchísimas ocasiones. Somos herederos de épocas en las que los seres humanos necesitaban reacciones rápidas, inmediatas para poder sencillamente huir de un depredador y vivir. Aunque hoy día la vida diaria sea otra, la amígdala (principal núcleo de control de las emociones) envía este tipo de señal inmediata que nos permite reaccionar cuando un coche está a punto de atropellarnos y retirarnos para evitarlo. 

El reto está, como ya hemos avanzado, en saber gestionar la emoción que sintamos para no vernos atrapados por ella, para reconocerla lo antes posible cuando se presente, para educarnos emocionalmente en sentirla de forma menos invasiva.  Por eso es tan importante la educación emocional en la infancia, y es mucho más eficiente y sobretodo más respetuoso usar las técnicas de las que hablábamos en los párrafos anteriores.

Una de las virtudes que más aprecio y me asombra de algunas personas es su resiliencia. Esa capacidad de adaptación a las circunstancias, de gestión de las emociones y situaciones adversas. 

Estoy convencida de que un adulto resiliente y sano emocionalmente es fruto de una infancia y una vida en la que sus emociones se han visto validadas y respetadas, en las que se le ha permitido sentir y se le ha enseñado a gestionar esas sensaciones.